LA CUARESMA 2024: Dia 37 - VIDA DE CRISTO

LA CUARESMA 2024: Dia 37 - VIDA DE CRISTO

LA CUARESMA 2024: DIA 37 – Miercoles Marzo 27

 

“Nuestro Señor habló siete veces desde la cruz. Esto es lo que se llaman sus Ultimas Siete Palabras. En la Biblia se registran las palabras de otros tres personajes en el momento de morir: Israel, Moisés y Esteban. La razón de ello quizá sea la de que no se han encontrado otros personajes tan significativos y representativos como éstos. Israel fue el primero de los israelitas; Moisés, el primero de la dispensación legal; Esteban, el primer mártir cristiano. Las palabras que estos tres hombres pronunciaron al morir iniciaron un período sublime en la historia de las relaciones entre Dios y los hombres.

 

En su bondad, nuestro Señor nos legó sus pensamientos de la hora de la muerte, porque Él — más que Israel, más que Moisés, más que Esteban — era el representante de toda la humanidad. En esta hora sublime llamó a todos sus hijos junto al púlpito de la cruz, y cada una de las palabras que dijo tuvo el propósito de una eterna proclamación y un consuelo inmarcesible. Jamás hubo predicador como Cristo moribundo; nunca hubo concurrencia como la que se congrega alrededor del púlpito de la cruz; nunca hubo sermón igual al de las Ultimas Siete Palabras.

 

La Sexta Palabra:

 

Desde toda la eternidad Dios quiso hacer a los hombres a imagen de su Hijo eterno. Habiendo realizado de manera perfecta esta imagen en Adán, puso a éste en un jardín hermoso como sólo Dios es capaz de hacer hermoso un jardín. De un modo misterioso, la rebelión de Lucifer repercutió en la tierra y la imagen de Dios en el hombre se hizo borrosa. El Padre celestial quiso ahora en su divina misericordia restaurar al hombre a su prístina gloria, a fin de que el hombre caído pudiera conocer la hermosa imagen a la cual el estaba destinado a ser transformado. Dios envió a su Hijo a la tierra no solo para perdonar el pecado, sino para satisfacer la justicia por medio del sufrimiento.

 

En la hermosa economía de la redención, las mismas… cosas que cooperaron en la caída participaron en la redención. En vez del desobediente Adán, hubo el obediente nuevo Adán, Cristo;… en vez del árbol del Edén, hubo el árbol de la cruz del Calvario. Echando una mirada retrospectiva hacia el divino plan, y tras haber probado el vinagre que daba cumplimiento a la profecía, Jesús pronunció ahora lo que en la lengua griega del texto original está expresado con sólo una palabra:

 

“¡Tetelestai!

¡Consumado es!”

(Juan 19:30)

 

 

No era una exclamación en acción de gracias porque se hubieran acabado sus sufrimientos, aunque realmente habían tocado a su fin las humillaciones del Hijo del hombre. Más bien se trataba de que su vida, desde el momento de su nacimiento hasta el de su muerte, había cumplido fielmente la misión que el Padre celestial le había confiado.

 

Tres veces usa Dios la misma palabra en la historia: primeramente, en el Génesis, para indicar que la creación ha sido consumada; en segundo lugar, en el Apocalipsis, cuando toda la creación terminará y se crearán nuevos cielos y una nueva tierra. Entre estos dos extremos del principio y del fin consumados, había el eslabón de la sexta palabra pronunciada desde la cruz. Nuestro Señor, en la condición de extrema humillación en que se encontraba, viendo cumplidas todas las profecías, todas las prefiguraciones realizadas y hechas todas las cosas que era necesario que se hicieran para la redención del hombre, profirió una exclamación de alegría:

 

“¡Tetelestai!

¡Consumado es!”

 

 

La vida del Espíritu podía ahora iniciar la obra de la santificación, puesto que la obra de la redención estaba cumplida. En la creación, en el séptimo día, después de terminados los cielos y la tierra, Dios descansó de toda la obra que había realizado; ahora el Señor, en la cruz, después de haber enseñado como Maestro, gobernado como rey y santificado como sacerdote, podía entrar en su descanso. No habría un segundo Salvador; no habría otro nuevo camino de salvación; ningún otro nombre bajo el cielo por el cual los hombres pudieran llegar a salvarse. Los hombres habían sido comprados y se había pagado por ellos.

 

Cristo, uno con el eterno Padre en la obra de la creación, había consumado la redención. No había predicción histórica —desde Abraham, que ofreció a su hijo, hasta Jonás, que estuvo tres días en el vientre de la ballena— que no hallara en El su cumplimiento. Si la profecía en Zacarías, de que haría su entrada en Jerusalén montado humildemente en un asno; la profecía de David, de que sería entregado por uno de los suyos; la profecía de Zacarías, de que sería vendido por treinta monedas de plata y que más tarde este dinero sería empleado para comprar un campo de sangre; la profecía de Isaías, de que sería tratado bárbaramente, flagelado y muerto; la profecía también de Isaías, de que sería crucificado entre dos malhechores y que rogaría por sus enemigos; las profecías de David, de que le darían vinagre para beber y que se repartirían sus vestidos; de que sería un profeta como Moisés, un sacerdote como Melquisedec, un cordero para ser sacrificado, una víctima propiciatoria sacada fuera de la ciudad; de que sería más sabio que Salomón, más rey que David, y de que sería aquel a quien Abraham y Moisés se refirieron en la profecía… si todos estos maravillosos enigmas hubieran quedado sin explicar, el Hijo de Dios encarnado no habría vuelto los ojos desde la cruz hacia todos aquellos animales —ovejas, machos cabríos y terneros— que habían sido ofrecidos en sacrificio, ni habría declarado: “¡Consumado es!”

 

No fue después de predicar el hermoso sermón de la montaña cuando dijo que su obra estaba cumplida. No había venido para enseñar, sino, como Él mismo dijo, para dar su vida en rescate por muchos. En su camino hacia Jerusalén había dicho a sus apóstoles que sería entregado a los gentiles, que se burlarían de Él y le escupirían, que sería azotado y muerto; en el huerto, cuando Pedro levantó la espada, Cristo le preguntó si es que Él no había de beber el cáliz que le había dado su Padre celestial. A la edad de doce años, la primera vez que las Escrituras registran sus palabras, dijo que había de estar en las cosas de su Padre. Ahora la obra que el Padre le había confiado estaba cumplida. El Padre había enviado al Hijo en la semejanza de la carne pecadora, y por medio del Espíritu Santo fue concebido este Hijo en el vientre de María. Todo esto había de suceder para que pudiera padecer en la cruz. De esta manera la obra de la reparación implicaba a toda la Trinidad. Lo que había realizado era la redención, como el mismo Pedro diría después de recibir el Espíritu y entender el significado de la cruz: “Fuisteis redimidos de la manera vana de vivir, que vuestros padres os legaron, no con cosas corruptibles, como oro y plata, sino con preciosa sangre, la de Cristo, como de un cordero sin defecto e inmaculado.” (1 Pedro 1:18-19)

 

(Capitulo 49, pgs. 459 – 461)

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